Monday, November 26, 2007

Estaba fumando algo fuerte

Antonio Salas

Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Ezequiel 3, 1.

Estaba fumando algo fuerte a orillas del río Kebar. Ezequiel trataba de cruzar al otro lado en busca de mejor vida. Eso es lo que decía pero en realidad sólo quería moverse un poco y sacudirse la arena del culo. Soplaba el viento recio.
Abrió los ojos y vio una gran nube de fuego. Sonrió. Esta es buena yerba, dijo su conciencia. En el medio de la nube parecía distinguirse una luz de neón anunciando Mejor Vida con una barra simple pero elegante y tres mesas de billar. Había cuatro bailarinas cuyo aspecto era el siguiente: sus piernas eran rectas y bien torneadas y la planta de sus pies era como la planta de la pezuña del buey. Ezequiel lanzó una carcajada por lo obvio del asunto y por las minifaldas plateadas. De las caderas para abajo vio como fuego que producía resplandor en torno. De las caderas para arriba no vio nada porque no le interesaba. Entre ellas, unas luces incandescentes.
Había un ruido como de muchas aguas. Tuvo ganas de orinar y lo hizo. Volvió a sentarse esperando un poco de tranquilidad para tratar de cruzar la frontera natural. No sabía cómo pero algo se le ocurriría. O mejor, algo le ocurriría. Entonces escuchó una voz atronadora. Ponte de pie y escúchame. Del susto, Ezequiel cayó al suelo dando su rostro primero en el polvo. Estaba tan aturdido que no sintió dolor, ni el tibio hilillo de sangre en la comisura de los labios. Miró hacia atrás, no para huir, sino para cerciorarse de que la aparición de Mejor Vida siguiera allí. No estaba. Maldita sea, pensó.
Hey, presta atención, tronó la voz acompañada del relámpago de una linterna de pilas. Necesito que lleves esto al otro lado.
Ezequiel, dudoso, preguntó ¿por qué yo? ¿No tienes a más nadie?
La voz respondió serena y amenazante, condiciones que sólo la experiencia puede conciliar.
Porque los que se han rebelado contra mí sólo pueden hacerlo una vez. Los he sentado sobre nidos de escorpiones.
Pensar en esa incómoda postura logró que Ezequiel hiciera un mayor esfuerzo para concentrarse en lo que le decían.
Sólo quiero que vayas al otro lado y le entregues este paquete a mi amigo, Israel Montes. El te estará esperando.
El paquete más bien parecía un libro enrollado. La voz enfática comenzaba a asustarlo. Tomó el paquete en sus manos.
Ahora cómetelo.
Oyó un sonido parecido a pistolas automáticas cargándose y se llevó obediente el paquete a la boca.
Es una broma, animal.
Escuchó risas pero no veía demasiado. Estaba oscuro. ¿Qué me toca a cambio? Se atrevió a preguntar.
Boñiga de buey para que hagas tu pan sobre ella, cabrón.
Sintió un fuerte empujón y que cuatro brazos lo cargaban en dirección a la orilla del río. Lo colocaron en un bote de remos.

Dirígete hacia aquellas luces verdes. Si te desvías desde aquí te volamos la calabaza.
Eran apenas unos 300 metros lo que separaba una orilla de la otra. Pero ambos extremos estaban bien guardados por oficiales armados.
No hay nada que temer, nosotros hacemos la ley y la trampa, dijo la voz atronadora, mientras encendía un cigarro.
Él comenzó a remar jugando con las palabras calabaza, cabeza, celabeza, cabelaza…
No tomó mucho tiempo cruzar el río. Se sentía tan tranquilo. Repetía la palabra tranquilo como un mantra. Llegó a un pequeño embarcadero rodeado de bonitas luces verdes. Tomó el paquete y saltó hacia la madera sin dificultad. Miró al cielo, hermoso, lleno de estrellas. Ya estás al otro lado, se dijo. Se acostó en el suelo allí mismo con el paquete sirviéndole de almohada. Cuando estaba a punto de quedar dormido escuchó pasos. Cerró los ojos más fuertemente para tratar de escapar por medio de un extraño sortilegio pero no funcionó.
Pssst, mira, levántate pendejo.
Abrió los ojos y pudo distinguir el rostro de un hombre curtido por la vida pero de rostro apacible. Se puso de pie. ¿Israel Montes?, preguntó.
Para servirle a usted.
Ezequiel entregó el paquete. El hombre entonces le ordenó seguirlo. Salieron a una calle justo al lado del embarcadero. Limpia, con algún negocio abierto a esas horas. Tranquila. Montes le señaló un bote de basura.
Allí está lo suyo. Usted nunca me ha visto y por supuesto mi nombre no es ese que usted sabe.
Y ¿quién es usted? preguntó impertinente. Soy el que soy. ¿Qué hay ahí dentro?, se atrevió a preguntarle. El falso Israel Montes se rió de buena gana
Mierda de buey para que hagas tu pan sobre ella, cabrón, y tuvo la confianza de darle una palmada en el hombro. Usted parece buen tipo, no se meta en problemas, váyase a su casa. Y no sea preguntón, carajo. Dicho esto se alejó.
Ezequiel esperó uno, dos minutos. Quizás tres. Se acercó al bote de basura. Pensó en si lo que le decían era literal o simbólico. Caminó hacia el lugar señalado y vio un pequeño bolso de cuero negro. Lo tomó y sin mirar a ninguna parte se dirigió al final de la calle.
Seol Mossebot, creyó leer en el letrero de neón. Antes de entrar abrió el bolso y se sorprendió con los billetes de denominación altísima. Soltó una carcajada. Malditos hijos de puta. Los quiero, gritó. Atravesó las pesadas puertas de entrada en cristal oscuro. Una barra simple pero elegante y tres mesas de billar. Había cuatro bailarinas cuyo aspecto era el siguiente: sus piernas eran bien torneadas y calzaban zapatos de tacón alto. Ezequiel lanzó una carcajada por lo obvio del asunto y por las minifaldas plateadas.

Wednesday, November 21, 2007

Fenomenología del espíritu


foto de Mara Pastor

Cuando sonríe le brilla el rostro. El rostro perfecto. Con esa sonrisa como marco me susurra quisiera abrirte el pecho con un hacha y arrancarte el corazón para comérmelo. Recuerdo entonces que en el Extremo Oriente la belleza se asocia con las sombras y la claridad es mirada con recelo. No estamos allá. Estamos en esta calle, justo detrás de los restoranes.


No sé que gesto se me dibuja en la cara pero ella, sin dejar de sonreír, pregunta ¿estás bien? No entiendo su duda. Acaba de decirme que me rompería el pecho y me sacaría el corazón. Pues debo confesar que me toma por sorpresa su comentario. Estamos desnudos y es un estado en el que la fragilidad es evidente. Lo contrario también. Misterio de la vida. Sudo.


Se levanta de la cama y abre una gaveta. El hacha, pienso yo, listo para saltar. No. Un libro. Si va a leer un poema es preferible que me quiebre el esternón con un machete. Ninguna de las anteriores. Estaba leyendo esto, me dice. Relatos de un escritor muy famoso. Ciego. Permanezco alerta. Por si las moscas. Comienza a explicarme algo del juicio estético de Hegel. Pienso que lo que quiere es ganar tiempo. Atraparme desprevenido. ¿Estás bien? Una pregunta difícil. Miento. Digo que sí.


Se acerca. Su larga cabellera negra es como la sombra de un árbol. Me calmo. Me besa. Con la ternura y eficacia de una yogi. Me derramo como el plato de leche de un gatito. ¿Tienes hambre? Y la verdad es que sí. Se escapa de la habitación como una brisa. Oigo que se abre una gaveta, otra, y escucho el sonido de metales. Una risa. Es el fin. Me pongo los pantalones como pueda. No quiero morir desnudo. En esta situación. Tomo el libro del maldito ciego. No sé. Un impulso. Se abre la puerta. Suda. Tiene en su mano derecha un cuchillo. Sonríe llenando todo de luz. Mueve su larga cabellera y todo es sombra. Suelto el libro. Abro los brazos aceptando la muerte porque es bella. ¿Te gustan las manzanas? me pregunta, mostrándome dos. Una roja y otra verde.