Wednesday, November 5, 2008

La pésima conducta del señor Morris (Primera entrega)


En la foto...el señor Morris

I
El señor Morris, de pésima conducta, indica que llamó a la puerta y la criada abrió. Él, natural y residente en Madrid, tan ducho en el trato con las damas, otorgó su mejor sonrisa y preguntó por el señor Emilio. Un amigo. Pase. Pase. Tome asiento. Un momento por favor. Desde allí escuchó como Emilio Fernández le pregunta a la criada quién había llamado. Ella repite el nombre varias veces. Morris se pasa el pañuelo de seda por la frente y vuelve a colocarlo de manera coqueta en el bolsillo de su chaqueta. Diez minutos después el señor Fernández salió al recibidor en mangas de camisa y sonrisa forzada. La criada se fue a pelar habas a la cocina.

Señala el señor Morris, también conocido por algunos como el doctor psiquiatra Jaime Valmaceda, en prisión desde el 22 de julio de 1958, que el dueño de la casa lo invitó a pasar a otra habitación en la que había un pequeño bar. Una copa de anís para Morris. Una de coñac para Fernández. Un calor insufrible en el verano madrileño. Confiesa el acusado, de fuerte complexión física y conocedor del bien y el mal, que le requirió al interfecto el brillante y una cierta carta escrita por la amante inglesa del presunto asesino que parece ser causantes de la brutal carnicería. Alega éste que el dueño de la casa, un pedante que se jacta de haber sido un comisario rojo durante la guerra, contestó que las cuestiones de negocios tenían que resolverse en la tienda.

El señor Morris, cuello de toro, sintió que toda la sangre le llegaba a la cabeza. Discutieron acaloradamente, y no había otra forma en ese séptimo mes de 1958. Hacía calor. Tomó a Emilio por las solapas y lo zarandeó. Aduce que éste lo golpeó y él, conocedor de lucha y el empleo de llaves para neutralizar a sus contrarios, trató de inmovilizarlo pero Fernández soltó el agarre y corrió al pasillo en dirección al baño. Narra que lo siguió sacando su pistola del cinto con la ligereza del que ha estado bebiendo y drogándose con cocaína toda la tarde. El metal estaba allí apretado contra el cinto. Sin baqueta, enfriándole apenas un trozo de piel. Emilio Fernández resbala en la puerta del baño en donde parece que se afeitaba hace apenas unos minutos. Resbala y da la espalda. El único testigo, el señor Morris, dispara sin apuntar.

Sin apuntar. Y sin embargo con tanto tino. Orificio de entrada en el área occipital con pérdida de masa encefálica y quedando el proyectil alojado en el lóbulo frontal derecho, muriendo al instante y cayendo acostado boca abajo, el cuello en posición neutra y los miembros superiores extendidos pegados al tronco y con las palmas de las manos hacia abajo.

Así comenzó aquel baño de sangre que culminaría poco más de 36 horas después. Eso según el único testigo que aún está con vida. Con algunas variantes según sea el caso. A veces hay una pistola encima del excusado. Emilio trataría de alcanzarla. A veces no estaba el arma en la narración confesional. Lo cierto es que nunca apareció. Sólo la del señor Morris.

El acusado comenzó a hablar luego de pedir que le trajeran un poco de coñac, unos cigarros. Le fueron concedidos. Hasta un pinchazo de morfina. Es que era encantador. Que todos en el fondo somos serpientes.

1 comment:

Rebeca said...

Ya espero la siguiente entrega con sangre fría...

un abrazo, casi casi caribeño.Rebeca